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Libros
No puedo recordar desde cuándo me viene la afición o atracción por los libros. Algo sorprendente en un niño que vivía en una familia de humildes trabajadores y que no era buen estudiante. Siempre tuve notas bajas y solía arrastrar asignaturas entre cursos. Me costaba sentarme en una silla y permanecer más de dos minutos quieto y estudiando. Leer los temas de las asignaturas ya era un martirio, y mi madre me sufría cuando me obligaba a estudiar y me tomaba la lección, siempre infructuosamente. Mi justificación es que vivía en un mundo lleno de cosas maravillosas; la calle, en un tiempo en el que los niños no entrábamos a las casas nada más que para merendar o dormir, por no dejar de jugar a aquellos juegos de antaño que ya han desaparecido (el bote botero, los partidos de fútbol en la plazuela o en la fuente, escalar a los árboles, el burro, las leas entre barrios, las escapadas a Zocodover o al Alcázar, las carreras en los rodaderos del río, las exploraciones en las ruinas de San Juan de la Penitencia, las carreras por la Monarri hasta la Bellota, por intrincadas calles medievales, o la cuesta del Alcázar, el salto a los montones desde San Lucas a la nueva carretera en las Carreras, el escondite en el jardinillo, mirar los carromotos volcar su carga en los rodaderos, las carreras de carros de rodamientos, explorar el taller de mi tío viajando por intrincados pasillos entre dos barrios, etc. etc.), y, naturalmente, era imposible dejar de hacer esas para aprender la lección.
Y,
sin embargo, los libros siempre mi subyugaron. Incluso los de texto. Su olor a
nuevo, recién traídos de la librería, me mantenía pegado a ellos durante mucho
tiempo, al igual que la visión de sus láminas maravillosas. Por alguna razón,
su lectura intensa con el fin de aprender me horrorizaba, pero al mismo tiempo,
el papel, me atrapaban. Algo raro sucedía, porque leer, leía, sobre todo sobre lo
que me llamaban la atención, cosa que, por desgracia, poco tenían que ver con
la lección que había que aprender para cumplir el rito escolar. Así, creo, me
fui creando una pequeña cultura, a base de lecturas personales, particulares,
sin orden ni concierto. En algún momento, mi atracción por los libros me llevó
a iniciar una colección fantástica de libros Bruguera, que devoré: Ivanhoe,
Miguel Strogoff, Un Viaje a la Luna, Ben Hur, Un capitán de quince años, Los
tres mosqueteros, La vuelta al mundo en ochenta días, Príncipe y Mendigo. Lamentablemente,
esta colección la perdí, ahora no recuerdo cómo ni por qué. Por aquellos años,
o poco después, también me aficioné a las revistas coleccionables.
Parece que muy
pronto me vi afectado por el afán de acumular libros o cosas que se pudieran
leer, que es un vicio como otro cualquiera, o tal vez una enfermedad. Algo
hereditario, que me puede venir de familia, como lo demuestra el hecho de que
mi madre, mientras pudo, aunque ya no leía, porque se olvidó de ello, no dejó
de ir a la librería a comprar libros y acarrearlos hasta casa para colocarlos
en sus estantes.
En este
contexto, sin un ejemplo familiar de pasión por la educación o la cultura (me
refiero a mis padres, porque en la familia más amplia, siempre ha habido una
rama apasionada por los libros, pero que en aquellos momentos de mi niñez, no
me influyó), mis lecturas, como las de mi madre, siempre carecieron de
dirección, de una mano rectora que me recomendara y llevara por las más
convenientes para crear un hábito y amor por las letras o la ilustración. Por
eso, mi biblioteca, como la suya, es algo caótica, hecha de corazonadas, e
impulsos. Luego, con el paso de los años, cuando entré en la senda del
conocimiento, con bastante éxito, a través de la formación que antes había
desaprovechado (lo que muestra que el problema no era de inteligencia, sino
otro), ya era demasiado tarde para reformar ciertas cosas o hábitos, y a pesar de todo, ha seguido
funcionando el método de las lecturas sin orden ni concierto.
Pero creo, sin
tener en cuenta la cuestión de una enfermedad hereditaria que impulsa a
coleccionar y acumular libros, hasta donde me llega el recuerdo, mi atracción
por la lectura viene de esos libros que yo veía en mi casa desde que tengo
conciencia. Mi madre estaba subscrita al Círculo de Lectores, con mucho
esfuerzo en aquella época cuando el sueldo de mi padre apenas llegaba para
comer, y todos los meses recibía religiosamente un volumen de su colección.
Tengo la imagen grabada de esos libros en mi mente; Los Curas Comunistas, La
insolación; sus colores y sus olores. Y tal vez, pienso que mi entusiasmo por
los libros, no sólo por tenerlos, sino por leerlos, pudo muy bien haber
empezado cuando vi, y abrí por primera vez aquél libro, y quedé fascinado por
su inicio, un arranque que me pareció entonces, y sigo pensando, que es uno de
los más maravillosos de la literatura:
“Yo, Sinuhé,
hijo de Senmut y de su esposa Kipa, he escrito este libro. No para cantar las
alabanzas de los dioses del país de Kemi, porque estoy cansado de los dioses.
No para alabar a los faraones, porque estoy cansado de sus actos. Escribo para
mí solo. No para halagar a los dioses, no para halagar a los reyes, ni por
miedo al porvenir ni por esperanza. Porque durante mi vida he sufrido tantas
pruebas y pérdidas que el vano temor no puede atormentarme y cansado estoy de
la esperanza en la inmortalidad como lo estoy de los dioses y de los reyes. Es,
pues, para mí sólo para quien escribo, y sobre este punto creo diferenciarme de
todos los escritores pasado o futuros.
Porque todo lo
que se ha escrito hasta ahora lo fue para los dioses y para los hombres. Y sitúo
entonces a los faraones también entre los hombres porque son nuestros
semejantes en el odio y en el temor, en la pasión y en las decepciones. No se
distinguen en nada de nosotros, aun cuando se sitúen mil veces entre los
dioses. Son hombres semejantes a los demás. Tienen el poder de satisfacer su
odio y de escapar a su temor, pero este poder no les salva de la pasión ni las
decepciones, y cuanto ha sido escrito lo ha sido por orden de los reyes, para
alagar a los dioses o para infundir fraudulentamente a los hombres a creer en
lo ocurrido. O bien para pensar que todo ha ocurrido de manera diferente a la
verdad. En este sentido afirmo que desde el pasado más remoto hasta nuestros
días todo lo que ha sido escrito se escribió para los dioses y para los
hombres.
Todo vuelve a
empezar y nada hay nuevo bajo el sol; el hombre no cambia aun cuando cambien
sus hábitos y las palabras de su lengua. Los hombres revolotean alrededor de la
mentira como las moscas alrededor de un panal de miel, y las palabras del narrador
embalsaman como el incienso, pese a que esté en cuclillas sobre el estiércol en
la esquina de la calle; pero los hombres rehúyen la verdad.
Yo Sinuhé,
hijo de Senmut, en mis días de vejez y de decepción estoy hastiado de la
mentira. Por esto escribo para mí solo lo que he visto con mis propios ojos o
comprobado como verdad. En esto me diferencio de cuantos han vivido antes que
yo o vivirán después de mí. Porque el hombre que escribe y, más aún, el que
hace grabar su nombre y sus actos sobre la piedra, vive con la esperanza de que
sus palabras serán leídas y que la posteridad glorificará sus actos y su
cordura. Pero nada hay que elogiar en mis palabras; mis actos son indignos de
elogio, mi ciencia es amarga para el corazón y no complace a nadie. Los niños
no escribirán mis frases sobre las tablillas de arcilla para ejercitarse en la
escritura. Los hombres no repetirán mis palabras para enriquecerse con mi
saber. Porque he renunciado a toda esperanza de ser jamás leído o comprendido.
En su maldad,
el hombre es más cruel y más endurecido que el cocodrilo del río. Su corazón es
más duro que la piedra. Su vanidad, más ligera que el polvo de los caminos.
Sumérgelo en el río; una vez secas sus vestiduras será el mismo de antes.
Sumérgelo en el dolor y la decepción; cuando salga será el mismo de antes. He
visto muchos cataclismos en la vida, pero todo está como antes y el hombre no
ha cambiado. Hay también gente que dice que lo que ocurre nunca es semejante a
lo que ocurrió, pero esto no son más que vanas palabras.
Yo Sinuhé, he
visto a un hijo asesinar a su padre en la esquina de una calle. He visto a los pobres
levantarse contra los ricos, los dioses contra los dioses. He visto a un hombre
que había bebido vino en copas de oro inclinase sobre el río para beber agua
con la mano. Los que habían pesado el oro mendigaban por las callejuelas, y sus
mujeres, para procurar pan a sus hijos, se vendía por un brazalete de cobre a
negros pintarrajeados.
No ha
ocurrido, pues, nada nuevo ante mis ojos, pero todo lo que ha sucedido acaecerá
también en el porvenir. Lo mismo que el hombre no ha cambiado hasta ahora,
tampoco cambiará en el porvenir. Los que me sigan serán semejantes a los que me
han precedido. ¿Cómo podrían, pues, comprender mi ciencia? ¿Por qué desearía yo
que se leyesen mis palabras?
Pero yo,
Sinuhé, escribo para mí, porque el saber me roe el corazón como un ácido y he
perdido todo el júbilo de vivir. Empiezo a escribir durante el tercer año de mi
destierro en las playas de los mares orientales, donde los navíos se hacen a la
mar hacia las tierras de Punt, cerca del desierto, cerca de las montañas donde
antaño los reyes extraían la piedra para sus estatuas. Escribo porque el vino
me es amargo al paladar. Escribo porque he perdido el deseo de divertirme con
las mujeres, y ni el jardín ni el estanque de los peces causan regocijo a mis
ojos. Durante las frías noches de invierno, una muchacha negra calienta mi
lecho, pero no hallo con ella ningún placer. He echado a los cantores, y el
ruido de los instrumentos de cuerda y de las flautas destrozan mis oídos. Por
esto escribo yo, Sinuhé, que no sé qué hacer de las riquezas ni de las copas de
oro, de la mirra, del ébano y del marfil.
Porque poseo
todos estos bienes, y de nada he sido despojado. Mis esclavos siguen temiendo
mi bastón, y los guardianes bajan la cabeza y ponen sus manos sobre las odillas
cuando yo paso. Pero mis pasos han sido limitados y jamás un navío abordará en
la resaca. Pero esto yo, Sinuhé, no volveré a respirar jamás el perfume de la
tierra negra durante las noches de primavera, y por esto escribo.
Y, sin
embargo, mi nombre estuvo un día escrito en el libro de oro del faraón, y
habitaba el palacio dorado a la derecha del rey. Mi palabra tenía más peso que
la de los poderosos del país de Kemi: los nobles me enviaban regalos, y
collares de oro adornaban mi cuello. Tenía cuanto un hombre puede desear, pero yo
deseaba más de lo que un hombre puede obtener. He aquí por qué estoy en este lugar.
Fui desterrado de Tebas en el sexto año del reinado de Horemheb, con la amenaza
de ser matado como un perro si osaba volver, ser aplastado como una rana entre
dos piedras si jamás ponía el pie fuera de la tierra que me ha sido fijada como
residencia. Tal es la orden del rey, del faraón que fue un día mi amigo.
Pero, ¿puede
acaso esperarse otra cosa de un hombre de baja extracción que ha hecho borrar
los nombres de los reyes en la lista de sus antecesores para sustituirlos por
los de sus parientes? He visto su coronación. He visto colocar sobre su cabeza
la tiara roja y la tiara blanca. Y seis años después me desterró. Pero, según
el cálculo de los escribas, era el trigesimosegundo año de su reinado. Cuanto
se escribió entonces y ahora, ¿no es acaso ajeno a la verdad?
A aquel que
vivía de la verdad lo he despreciado durante su vida a causa de su debilidad, y
he vuelto a encontrar al terror que sembraba en el país de Kemi a causa de su
verdad. Ahora su venganza pesa sobre mí porque yo también quiero vivir en la
verdad, no por su dios, sino por mí mismo. La verdad es un cuchillo afilado, la
verdad es una llaga incurable, la verdad es un ácido corrosivo. Por esto
durante los días de su juventud y de su fuerza, el hombre huye de la verdad hacia
las casas de placer y se ciega con el trabajo y con una actividad febril, con
viajes y diversiones, con el poder y las construcciones. Pero viene un día en
que la verdad lo atraviesa como un venablo y ya no siente más el júbilo de
pensar o trabajar con sus manos, sino que se encuentra solo, en medio de sus
semejantes, y los dioses no aportan ningún alivio a su soledad. Yo, Sinuhé,
escribo esto con plena conciencia de que mis actos han sido malos y mis caminos
injustos, pero también con la certidumbre de que alguien obtendrá de ello una
lección para sí si por casualidad me leyere. Por esto escribo para mí mismo. ¡Qué
otros borren sus pecados con el agua sagrada de Amón! Yo, Sinuhé, me purifico escribiendo mis actos. ¡Qué otros
hagan pesar las mentiras de su corazón con las balanzas de Osiris! Yo, Sinuhé,
peso mi corazón con una brizna de junco.
Pero antes de
comenzar mi libro dejaré que mi corazón exhale su llanto. He aquí cómo mi
corazón de desterrado lamenta su dolor:
Que el que ha
bebido una vez agua del Nilo aspire a volver a ver el Nilo, porque ninguna otra
agua apagará su sed.
Que el que ha
nacido en Tebas aspire a volver a Tebas, porque en el mundo no existe ninguna
otra villa parecida a ésta. Que el que ha nacido en una callejuela tebaida
aspire a volver a ver esta callejuela; en un palacio de cedro echará de menos
su cabaña de arcilla; en el perfume de la mirra y de los buenos ungüentos
aspira el olor de fuego de boñiga seca y de pescado frito.
Cambiaría mi copa
de oro por el tarro de arcilla del pobre si tan sólo pudiera hollar de nuevo el
suave terruño del país de Kemi. Cambiaría mis vestiduras de lino por la piel
endurecida del esclavo si tan sólo pudiese oír aún el murmullo de los
cañaverales del río bajo la brisa de la primavera.
El Nilo se
desborda, como joyas las villas emergen de su agua verde, las golondrinas
vuelven, las grullas caminan por el fango, pero yo estoy ausente. ¿Por qué no
seré una golondrina, por qué no seré una grulla de alas vigorosas para poder
volar ante las barbas de mis guardines hacia el país de Kemi?
Construiría mi
nido sobre las columnas policromadas del templo de Amón, en el resplandor
fulgurante y dorado de los obeliscos, en el perfume del incienso y de las
víctimas de los sacrificios. Construiría mi nido sobre el techo de una pobre
cabaña de barro. Los bueyes tiran de las carretas, los artesano pegan el papel
de caña, los mercaderes vocean sus mercancías, el escarabajo va empujando su
bola de estiércol sobre el camino empedrado,
Clara era el
agua de mi juventud, dulce era mi locura. Amargo y ácido es el vino de mi
vejez, y el pan de miel más exquisito no vale el duro madrugo de mi pobreza.
¡Años, dad la vuelta y volved! ¡Amón, recorre el cielo de Poniente a Levante a
fin de que vuelva a encontrar mi juventud! No puedo cambiar una sola palabra,
no puedo modificar ningún acto. ¡Oh, esbelta pluma de caña, oh suave papel de
caña, devolvedme mis vanas acciones, mi juventud y mi locura!
He aquí lo que ha escrito Sinuhé, desterrado, más pobre que todos los pobres del país de Kemi.”
Todavía,
después de haber leído este texto mil veces, me emociono, el bello de la
piel se me eriza, vuelvo a mi niñez, y regresa la esperanza y la fe en la humanidad, que, a pesar
de todo, a veces, es capaz de crear cosas tan
maravillosas como esta.
Estoy
hechizado por los libros…
Comentarios
Maravilloso Isabelo!!!
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