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Desde mi Atalaya. El río de la vida

 El río de la vida

Como toledanos, el Tajo nos duele. Convertido hace ya muchos años en una cloaca a cielo abierto más que un río, lo hemos perdido. En la ciudad, casi sin querer, aunque se viva de espaldas a él, sólo hay que asomarse un poco para verlo, escuchar su rumor y sentirlo. En el Polígono, el río no se nota, está, pero distante, es su frontera norte. Y, sin embargo, el Tajo estuvo en su génesis, fue el escultor que lo sacó de la piedra y el barro y le dio la forma final; esa suave pendiente ideal para habitar. Creó el paisaje y trajo la vida.

Desde nuestra corta perspectiva temporal es difícil pensar que no siempre estuvo ahí. Porque el río empezó a circular apenas hace 2 millones de años, y lo hizo muchos metros por encima de donde hoy están nuestras cabezas, por lo que entonces era la gran llanura de la cuenca del Tajo, colmatada de sedimentos. Hoy, sin embargo, se encuentra alejado y a cientos de metros por debajo de aquella cota inicial.

Si nos fijamos un poco, podemos ver cerca de nuestras casas sus huellas; las arenas y gravas que una vez arrastró dentro de su corriente de agua, las señales de que una vez corrió sobre las piedras que ahora pisamos. ¿Cómo pudo llegar desde su posición original, pasando por nuestro barrio, al lugar por donde ahora circula?

El río, en su cauce medio discurre por una llanura con una ligera pendiente, haciendo curvas que, aunque no sea perceptible al ojo humano, van desplazandose a lo largo de cientos y miles de años a lo ancho de la llanura de inundación. En su discurrir, el río mueve sedimentos (gravas y arenas) que, en función de la fuerza del agua, deposita en el fondo o en los laterales del cauce. La pendiente del río depende de su nivel de base, que lo proporciona el mar en su desembocadura. Es fácil de entender que si el nivel de base baja, la pendiente del río aumenta, y con ello la fuerza del agua. A lo largo de la vida del río se han producido unos fenómenos planetarios conocidos como glaciaciones que en esencia son un descenso muy grande de las temperaturas, sostenido en el tiempo, de forma que se llega a un punto en el que el calor del verano no puede derretir la nieve acumulada sobre los continentes, y crece la capa de hielo hasta tal punto que provoca un importante descenso del nivel de los mares, y con él un aumento de la pendiente de la corriente de los ríos y de su fuerza. En consecuencia, al aumentar la energía, el río corta su subsuelo, bajando de nivel. Cuando la temperatura sube y el hielo de los continentes se derrite, el mar recupera su nivel, pero el río ya ha excavado su cauce y no puede volver a su posición anterior, quedando establecida una nueva llanura de inundación. Las gravas que había depositado y que no fueron arrastradas, quedan colgadas en “terrazas” y son las que podemos ver en la actualidad en algunas zonas, a distintas alturas.

Hace unos 400.000 años, cuando el río alcanzó las cotas más altas de nuestro barrio, los seres humanos vivían ya aquí, y sus huella en forma de herramientas de piedra han quedado archivadas entre las gravas del río, que las recolectó de su llanura de inundación junto a los huesos de algunos de los animales que convivieron con él, como el famoso mamut del Polígono, del que hablaré en la próxima entrega.

Durante miles de años las vegas fueron, junto a la pesca, una fuente inagotable de alimento y de vida, hasta hace apenas 60 años. La realidad vergonzosa del río, hoy, nos impulsa de vez en cuando a hacer manifestaciones llorando lágrimas de cocodrilo, y a engañarnos, pensando que podemos recuperarlo, sin hacer nada por remediar las causas que lo mantienen tumefacto; nuestro depredador modo de vida actual. 


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